Había una vez una niña de nueve años, hermosa de cabello ondulado, de color castaño. Ivana vivía con su familia. Su madre, que era parecida a ella, su pequeño hermano, y su padre.
La familia vivía feliz en una casa pequeña llena de adornos que a su madre le gustaba colocar en los muebles de la vivienda para que luciera lo más bella posible. La niña se sabía amada por todos, y de igual manera ella amaba a cada uno de ellos.
Sin embargo, Ivana tenía un pequeño problema. Era una niña demasiado inteligente e inquisitiva. Le encantaba conocer la razón de lo que sucedía en el mundo. Algunas veces le gustaba estar sola para pensar en todo lo que veía.
—¿Por qué no estás jugando con tus compañeros, Ivana? —preguntaba la maestra en el descanso de las clases que los niños aprovechaban para almorzar y después jugar.
—Lo haré en seguida, maestra. Lo que pasa es que ayer leí un libro hermoso, y justo estoy recordando algunas de sus descripciones. El árbol de la historia, es parecido al que en este momento me está dando sombra.
—Me parece excelente, que te guste leer. Pero ahora es momento de ir a jugar con tus amigos. Anda ve con ellos.
La maestra no la entendía. Tampoco sus compañeros de clase. A ella le gustaba hablar de las historias plasmadas en el papel. Había días que jugaba con ellos, pero otros prefería recordar lo leído.
—¿Cómo te fue en la escuela, mi niña? —le preguntaba su madre al llegar.
—Creo que bien.
—¿Crees?
—Sí. Pero la maestra no me entiende.
—Solo eres especial. Por eso te quiero. Anda, vayan tu hermano y tú a lavarse las manos para empezar a comer.
Unos días después llegó a la escuela un niño nuevo. Vestía el uniforme escolar, igual que todos, pero en él lucía distinto. Un lado de la camisa sobresalía del pantalón, y del bolsillo trasero salía una cadena larga que al final tenía un dije en forma de guitarra.
—Saluden a Marcos —indicó la maestra a todo el grupo. Así lo hicieron todos—. Siéntate ahí. —Ella señaló la silla delante de Ivana.
Durante la mañana, la niña observó a Marcos mover sus dedos sobre el pupitre, en otros momentos, los movía al aire de una manera peculiar. Hasta que la profesora le pidió que dejara de hacerlo y pusiera atención en clase.
—¿Por qué mueves tus manos de esa manera? —murmuró la pequeña.
—Desearía estar en casa practicando el piano o la guitarra. Mamá dice que debo obtener mejores calificaciones si deseo continuar mis lecciones de música.
El chico giró hacia el frente de la clase donde la maestra ejemplificaba operaciones matemáticas. Colocó sus manos en sus muslos y continúo su melodía imaginaria, mientras escuchaba la explicación.
Ivana contempló a cada uno de sus compañeros. Fabián aventaba una bola de papel en el bote de basura, soñando con un torneo de basquetbol. Margarita tomaba notas al tiempo que dibujaba pequeños ojos al margen de las hojas. Alondra observaba a la maestra mientras hacía cálculos mentales, pronunciado la respuesta unos segundos antes que aquella los dijera. Luego sonrió. Había estado junto a algunos de estos chicos desde el jardín de niños, pero nunca los había observado tanto.
En casa a la hora de la cena, su mamá le hizo la pregunta acostumbrada:
—¿Cómo te fue en la escuela, mi niña?
—Me fue muy bien. Hoy aprendí algo nuevo.
—¿Qué será? Cuéntame.
—Hoy aprendí que todos somos especiales. No soy yo en particular. Es solo que nos gustan cosas diferentes. Creo que solo cuestión de entendernos unos a otros.