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Mi Historia Romántica (parte I)

Cuando él estaba cerca, mi estómago parecía contener mariposas. Lo conocía de toda la vida; después de todo, hemos sido compañeros de clase desde el jardín de niños, además de vivir en la casa de enfrente. Solíamos jugar juntos cuando éramos pequeños, pero en ese tiempo lo consideraba otro niño tonto.

No sé con exactitud el momento en que se convirtió en el tipo cool de la preparatoria que nunca se perdía una gran fiesta, ni cuando me transformé yo en la muchacha tímida que prefiere estudiar en casa que bailar en una fiesta. Por supuesto, que algunas veces me invitaban, pero no disfruto los lugares llenos de gente, con música a todo volumen.

Sean… Un nombre un poco extravagante que desde hace algunas semanas comenzó a repetirse en mi cabeza.

Ese día, Arturo, otro compañero, corría por el pasillo sin cuidado, por lo que me tiró al suelo.

—Ay, te caíste —dijo Arturo con burla.

—Claro que no, me eché al suelo porque creí que un enorme oso corría tras de mi —respondí cáustica.

Arturo intentó decir algo, pero todos comenzaron a reírse de él por lo que decidió alejarse.

Sean estaba allí y de manera gentil me ofreció su mano para ayudarme a levantar. No pude evitar perturbarme al sentir su roce y ver su sonrisa. Me fue inevitable notar lo guapo que era.

—¿Estás bien, Alicia? —me preguntó con una sonrisa en su rostro.

Solo agradecí, pero todo cambió desde ese momento. Era la primera vez desde que habíamos crecido que el notaba mi presencia. Las cosas extrañas que fueron sucediendo transformaron mi vida en un torbellino.

El lunes siguiente, había llovido todo el día. Iba camino a casa de la escuela, que estaba a solo unas calles. Caminaba con mi paraguas intentando cruzar la calle cuando una camioneta paso a gran velocidad y me salpicó toda. Me quedé pasmada por unos segundos, luego sonreí. Cerré mi sombrilla y continué caminando bajo la lluvia. Todos me sonreían, Mi amiga Pam y Benji lo cerraron también y caminaron a mi lado. Me sentía feliz, aunque mi sonrisa se congeló cuando vi a Sean sonriendo de igual manera en la calle de enfrente. Insté a mis amigos a correr junto conmigo y todos nos divertimos ese día.

Mi Historia Romántica (parte II)

Aquí encontrarás la Parte I

Unos días después, el grupo salió de campamento, el maestro de Biología, el señor Luna, había planeado ese viaje durante mucho tiempo. Era parte de nuestro proceso de enseñanza, por lo que deberíamos recolectar diferentes tipos de hojas.

Me senté al lado de Pam, mi mejor amiga, ella es la chica más lista que he conocido, además de linda; sin embargo, nunca pone atención a su atuendo ni a su arreglo personal; no muestra demasiado interés en esos detalles. Tampoco lo hago yo, pero al menos intento lucir bien en ocasiones especiales.

Sin embargo, Sally es diferente a nosotras. Se arregla como si fuera a una boda. Su pelo siempre está peinado de manera profesional. Ese día usaba una blusa blanca bordada, pantalones de vestir y sandalias de tacón que mostraban la pintura impecable en las uñas de sus pies. Su cabello estaba trenzado con un hermoso listón de seda anudado hacia un lado. Lucía deslumbrante, aún más, al estar sentada junto a Sean. Observé mis pantalones de mezclilla y mi nada femenina camiseta con la leyenda “100% soltera”.

Yo estaba al frente, ellos en la parte trasera del autobús, no podía verlos, pero si escuchaba sus risas. Decidí colocar mis audífonos para escuchar música durante el largo trayecto.

Nos dieron las instrucciones al llegar. La más importante era reconocer vegetación alergénica como la hiedra venenosa, la cual deberíamos evitar manipular. Todos conocíamos las posibles consecuencias.

El maestro Luna decidió formar parejas. Para mi mala suerte, Sally resultó ser mi compañera. Él y su compañero iban delante, podía distinguir sus intentos por verla.

Fue una tarea espantosa. Sus tacones entorpecían nuestro progreso, se tropezaba cada diez segundos, además de estar renuente a acercarse a las plantas.

—Están sucias, cariño, ¿no lo ves? —renegó.

—Se supone que lo estén, “cariño”, son hojas. —Continué recolectándolas.

—No entiendo esta actividad. ¿Cuál es su propósito al traernos a este terrible terreno lleno de polvo e insectos, con un camino rocoso que hace difícil caminar, por Dios Santo?

—¿Por qué no te pusiste algo más cómodo, acorde a este sitio?

 —Podría explicarlo, pero no creo que lo entiendas.

Observó mi ropa con desaprobación, luego giró su rostro evitando dirigirme la palabra.

Sean estaba cerca, lo suficiente para escuchar nuestra plática. Podía ver su sonrisa. Me parecía probable que él si entendiera por qué ella usaba zapatillas en lugar de zapatos deportivos. Todos los muchachos lo hacían.

—Necesitamos tomar diferentes tipos de hojas si queremos tener una buena calificación —le expliqué con paciencia.

—No quiero tocarlas, están repugnantes.

—No están sucias, solo tienen tierra. Estamos en el campo por si no lo has notado

Frunció el ceño decidiendo en ese instante comenzar a guardar hojas. Mala decisión. Tiene estilo para vestirse, aunque no mucha inteligencia. Estaba a punto de tomar hojas de hiedra. Sin darme tiempo para analizar la situación, acercó su mano a la planta; sin embargo, asustada por mi grito, se movió, justo en el instante que intentaba alejarla, por lo que fui yo quien cayó sobre las hojas.

No es necesario explicar lo que sucedió con mi piel. Mi rostro se inflamó. Todos me observaban, algunos divertidos, otros con verdadera preocupación. Como Pam, quien sollozaba como si fuera ella quien estuviera lastimada. No tenía el valor para ver la reacción de Sean en ese momento.

—Les pedí ser cuidadosos con la hiedra, Alicia —me sermoneó el maestro.

Voltee hacia Sally esperando su respuesta, pero solo observaba el esmalte de sus uñas. No deseaba ser una chismosa, me quedé callada. Sin embargo, escuché la voz de Sean a mis espaldas.

—Intentaba salvar a Sally.

Por primera vez, ella levantó su cabeza para observarlo, abriendo su boca con desconcierto.

 —No la iba a tocar, ella se confundió.

—Ambas deben ser más cuidadosas, deben seguir las instrucciones.

El grupo comenzó a caminar hacia el camión.

—¿Cuándo crees que estarás mejor, Lozano? —me preguntó Sean usando mi apellido.

—Lo explicaré así, Romo, el próximo día de Halloween, no me compraré un disfraz, seré un zombi.

—Entonces seré un cazador de zombis.

Al regreso, él se sentó junto a su amigo Ronaldo. Yo me sentía tan terrible que deseaba desaparecer. En ese momento observé a Sally sentada sola, tan enojada que no pude evitar sonreír. Era una sonrisa extraña con mi cara hinchada, pero tenía a Pam al lado, ¿no era suficiente para sentirme mejor?

La Niña Del Colegio

El edificio escolar era una casa antigua. El jardín del frente era pequeño y abierto.  El estacionamiento estaba a una cuadra del lugar. El padre de Ana debía viajar, por lo que ese día decidió dejarla en la escuela media hora antes de lo normal.

—Gracias. Buen viaje, papá.

—¿Estás segura de que don Pedro estará por aquí?

—Claro que sí. Siempre abre la escuela y enciende las lámparas para recibir a los primeros alumnos. No te preocupes, estaré bien. Ya tengo diecisiete, no lo olvides. Si está cerrado, tocaré.

Las puertas del colegio estaban abiertas, aunque las luces no habían sido encendidas aún, no le pareció extraño, era probable que se encendieran en un momento más.

—Don Pedro —llamó la chica al velador que con seguridad debía andar cerca. —¿Está por ahí?

No hubo respuesta. Decidió entrar, tal vez lo encontraría por los pasillos. La oscuridad era total. La ausencia de alumnos daba una imagen extraña al sitio, si se comparaba con el bullicio normal a la hora de clases.

Dudó un instante si continuar por el pasillo, o regresar al jardín hasta que encendieran la luz, pero le dio miedo quedar expuesta a cualquier persona que rondara la calle, continuó buscando al velador.

Escuchó unos pasos, aunque no pudo definir de donde provenían. Pensó que era él y se sintió un poco aliviada. Sin embargo, el sonido cesó unos instantes después.

Continuó por los pasillos, tal vez podría entrar al primer salón y prender un foco. El camino se le antojó más lejano de lo normal, aunque pudiera ser la sensación de oscuridad, que no le permitía ubicar las distancias con exactitud. Encontró un aula y entró, sintió las paredes con sus manos buscando el interruptor, al encontrarlo, se decepcionó al observar que nada pasó al apretar el botón.

—Ana, Ana.

Una voz dulce e infantil pronunció su nombre, de nuevo no pudo definir la procedencia del sonido. El lugar olía a rosas, le pareció extraño no haber percibido el olor un momento antes.

—Ana, ven.

Escuchó de nuevo la voz. Se sintió tentada a seguir el rastro de la fragancia, aunque al mismo tiempo la invadió el temor.

—¿Quién eres? ¿Dónde estás? —le inquirió a la voz.

Un escalofrío recorrió sus brazos, se sintió vulnerable y corrió en dirección a la salida. Tal vez estaría mejor en el jardín.

Un rayo de luz iluminó el lugar. Ana giró hacia las oficinas de la escuela y pudo observar a una niña que entraba en un cubículo. Llevaba un vestido que le llegaba a los tobillos de color naranja y zapatos blancos. Dudó en ir tras ella o seguir corriendo al jardín.

Se decidió por lo segundo. Bajó los escalones de la entrada y se sentó a un lado de las flores. El aroma a rosas penetró de nuevo, si bien, esta vez tenía lógica, las rosas estaban cerca.

El horizonte comenzaba a tener un color diferente al resto del cielo, pronto la luz del día iluminaría la ciudad. La tensión abandonó su cuerpo. Sonrió y se sintió tonta por sentir miedo. Lo más probable es que la chiquilla de la oficina, fuera alguna alumna de primaria que como ella, llegó temprano.

Se levantó y resolvió volver a entrar, justo en ese momento se encendieron de nuevo las luces del colegio. Se acercó a la puerta de entrada e intentó abrirla; sin embargo, parecía tener cerrojo. Lo intentó de nuevo, extrañada de que estuviera cerrado.

Al otro lado se escuchó la llave que entraba, giraba y abría el picaporte. Don pedro la abrió de par en par, y la saludó un poco sorprendido de lo temprano que había llegado al colegio.

—Jovencita, es muy temprano para que usted esté aquí.

—Hace más de quince minutos que llegué.

—Dios santo, no debió exponerse a estar casi en la calle, me hubiera tocado para abrirle antes.

—De hecho la puerta estaba abierta.

—Eso no es posible. La cerré anoche y es hasta ahora que la estoy abriendo en espera de los primeros alumnos. Pase, hoy será la primera.

Ana entró confundida, no quiso insistir, aunque ella sabía que estaba abierta, eso era verdad.

—¿Soy la primera en llegar? Pero la niña de cabello ondulado y vestido naranja llegó antes que yo.

Don Pedro abrió los ojos con asombro, luego su mirada cambió a molestia.

—No me diga que usted también va a empezar con las bromas de la niña fantasma.

—¿La niña fantasma?

—No siga bromeando. Ya me han dicho mucho de la pequeña que según ellos ven por la escuela. Son juegos de muchachos burlones. Llevo muchos años trabajando de velador en este colegio y no hay ningún fantasma, eso se lo aseguro.

Ana no dijo más. No quería molestar a don Pedro. Prometió que nunca llegaría a la escuela antes del amanecer.

José

La semana anterior José había tenido una fiebre muy alta. Octaviano y él habían quedado de levantar la cosecha desde el lunes; sin embargo, debido a su enfermedad, tuvieron que posponer sus planes hasta ese día.

—Hay que recogerla en tiempo, si no se hace de segunda —indicó José.

—Lo gueno es que ya está sano, compadre. La cosecha no podía esperar otra semana.

Pos ya sé. Pero quien sabe que diantre mal me pegó que la calentura no me dejaba ni poner un pie en el suelo.

—Lo malo es que los pesos que tenía ya se me acabaron. Ojala y mi señora pueda estirar lo que haiga pa comer.

Uste empiécele por allá, yo de este lado.

Ta gueno… Pérese. ¿Qué es eso?

—Es un un costal, ¿qui habrá dentro?

Octaviano se acercó al bulto, se agachó, y lo abrió de forma lenta. Se levantó de repente mientras sus ojos se abrían y su rostro palidecía.

José se acercó con temor, al ver la expresión de su compañero. Abrió el costal y soltó un grito ahogado al ver los billetes que rellenaban el espacio de ese saco.

—¡Son dólares! Los conozco de cuando trabajé al otro lado. ¡Son muchos!

—¡Cállese, compadre! —le dijo en voz baja, al tiempo que volteaba a todos lados, cerciorándose de que estuvieran solos—. Vamos a llenar nuestros sacos con la cosecha. Y al final del día nos llevaremos los costales de maíz y el otro pal jacal para que naiden nos cache.

Actuaron de acuerdo con los planes. Prometieron no decirle a nadie lo que habían encontrado.

Unos días después, Octaviano le comunicó su decisión al compadre:

—Yo no me voy a quedar, José. Me voy p’al otro lado otra vez. Me voy a llevar a mi familia. La mitad de ese costal cabe muy bien en una mochila de viaje. No llevaremos nada más.

—Con cuidado, compadre. Si el pollero se da cuenta que traí todo ese dinero, le irá muy mal.

—Sé cuidarme. Mañana me voy, antes de que se sepa.

—Dios lo acompañe. Yo me quedo aquí, escondo los billetes por un tiempo, y después ya veré lo que hago.

Los hombres se despidieron con un abrazo. Sellando la amistad, con el secreto que los unía un poco más.

Pasaron dos meses que el compadre se había ido de la localidad. La mujer de José sabía de la existencia del saco, del cual no habían tomado un solo billete para no despertar sospechas. Él le hizo prometer no decir nada de lo que sucedió.

Una noche la mujer despertó a José asustada.

—Rosario no regresó del pueblo. Fue a mercar unas cosas. Pero son las doce de la noche, nunca vuelve tan tarde. —explicó la mujer a su marido.

—Voy al camino a buscarla.

Su hija no llegó, ni esa noche ni el día siguiente. José y su familia fueron al pueblo, pero no pudieron encontrarla en ningún lugar.

Dos días después, él levantó la tapa de la caja de madera donde guardaba el costal.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a llevar el dinero a la polecia.

—¿Por qué?

—Alguien lo sabe. ¿Quién sabe cómo? Espero que no hayas andado de boquisueleta ,

—Por esta que no, viejo. —le indicó la mujer haciendo la señal de la cruz.

Pos no sé, pero de seguro quieren esto.

José levantó el saco, y vacío su contenido en el escritorio del comisariado ejidal.

—No lo robé. Octaviano y yo lo encontramos en el plantío. Regresen a m’ija con bien, se lo pido.

—Vete a tu casa. En cuanto tengamos alguna noticia, te mandaremos llamar.

Caminó a casa triste, más por su hija, que por el tesoro perdido. La puerta del jacal estaba abierta y se escuchaban los gritos de la mujer.

—Eres una sinvergüenza. Te juites dejándonos priocupados. Y ahora me sales con que andabas con el Francisco —vociferó la madre, al tiempo que golpeaba el brazo de la muchacha que salió corriendo a esconderse a un cuarto al ver llegar a su papá.

—¿Qué dijites mujer? ¿Andaba de loca con el Francisco?

—Si. Ansina pasó… ¿Los billetes?

—Los perdimos.

Al día siguiente fue noticia nacional: