La vida en Sepia

La vida en Sepia

Ayer mi comarca lagunera se tornó color sepia. Es común, sobre todo en la primera mitad de año. A veces se pone gris e intentamos adivinar si será una lluvia de agua, o una lluvia de tierra, nuestra lluvia lagunera, como la llamamos. Luego el cielo cambia a un color rojizo, el gris va desapareciendo poco a poco para combinarse, hasta que estos dos colores mezclados se van transformando en un tono sepia que parece sacado de una fotografía vieja.

Después de ese cambio, llegan los vientos, pueden ser tan fuertes como para tumbar árboles, tirar espectaculares, o hasta hacer volar a mi prima que dudo que pese más de cuarenta kilos (no es algo probado, ella evita salir en esos momentos).

Me asomé por la ventana tras escuchar el sonido:

—Suuu! Suuu! Suuu! —Con ese eco gutural que a veces enchina la piel.

Los árboles se balancean, a la izquierda, a la derecha, hacia el frente, hacia atrás, en un ritmo frenético que hace que las banquetas se llenen de hojas. Algunas no se quedan quietas, bailan y bailan en círculo al ritmo del viento. Como si esa danza fuera una feliz despedida antes de rendirse y quedar exangües sobre el asfalto.

Luego vi una parvada de aves negras, tal vez eran chileros, así conocemos a los pájaros comunes en mi comarca, no sé si en otra parte los llamaran igual. Son pájaros grisáceos combinados con plumas negras, parecen seres viejos, canosos, pero bellos… Para mí lo son. Cada año hacen su nido en las paredes del patio de mi casa. Desde la cocina puedo escuchar sus cantos, pero no desde una jaula, sino como seres libres que eligieron mi hogar como el suyo propio. Son bien recibidos, aunque no lo creen. Cuando salgo al patio, alertados por el chirrido de la puerta de fierro, vuelan muy alto, como si pensaran que yo pudiera dar un salto hasta sus nidos cercanos al techo del segundo piso. Vuelvo a entrar y desde ahí, de nuevo escucho la música que me regalan. A veces lenta, bajita, otras, estruendosa y acelerada.

En fin, como les contaba, vi una parvada de pájaros que volaba hacia el sur, siguiendo la ruta del viento, que venía del norte. Volaban con rapidez. No guardaban la línea; de repente se iban más a la derecha o a la izquierda intentando seguir al líder. No pude evitar gritarles que lucharan y entregarles un rezo interno para su bienestar. Luego algunos estuvieron a punto de caer, se encontraron con los árboles que los recibieron, no con la bienvenida pacífica cotidiana, sino con el revoloteó de sus ramas movidas por el viento. Intenté conocer su destino, pero se me perdieron entre los follajes. Al día siguiente, por la mañana, no encontré ningún cuerpo, aunque sí algunas plumas regadas entre las hojas sobre la banqueta.

Mi atención se alejó de los pajarillos, para dirigirse hacia un chiquillo de no más de once años pedaleando su bicicleta, una mano en el manubrio, mientras con la otra se tallaba la cara restregándose la tierra que la naturaleza ingenuamente le ofreció como regalo. «Pero niño, ¿Qué haces afuera? Métete a tu casa». Ese niño, igual que yo, nació con el fuego en su alma, con el calor de las noches y los días sin lluvia. No le teme a los rojos, a los amarillos y mucho menos a los sepia.

Ayer, asomada por la ventana, recordé un episodio de mi adolescencia, por allá del 85 cuando una tolvanera parecida bloqueó la vista del chofer del autobús que habíamos abordado para ir al centro de Torreón. La visibilidad era nula, esa vez también, todo se volvió sepia, hasta los rostros de los pasajeros, más por la palidez que nos causó el miedo que sentimos ante las circunstancias, que por la polvareda a nuestro alrededor. El chofer tuvo que bajar la velocidad y prender las luces a pesar de ser apenas, las tres de la tarde. No podía detenerse por el riesgo de que los coches que estaban atrás no pudieran verlo, aunque los que venían de frente, también eran una amenaza de colisión. El silencio también era sepia, no queríamos que ningún sonido desviara la atención de ese hombre valiente que piloteaba nuestro destino. Al llegar , el cielo era de nuevo azul y el sol tan amarillo y naranja, color del fuego, como el propio desierto en el que vivimos.

El desierto de mi comarca es contradictorio. A los sepia, a la tierra, a los vientos secos les llega una transformación y los cielos grises se vuelven azules, pero no un azul ordinario, sino transparente, tanto, que puede traspasar los cuerpos sin que lo noten. La lluvia del desierto es fría y acelerada, llega con ímpetu, dura pocos minutos, pero puede dejar una calle inundada, porque el agua no cae despacio, llueve a borbotones. Es un agua que limpia no solo los suelos, sino hasta el alma. Una fuente de vida, a veces en armonía con las lágrimas de la gente.

Luego la lluvia se detiene, así de pronto, como suele hacerlo en estas tierras. no va disminuyendo, nos muestra toda su fuerza y luego se convierte en nada. Aparece impetuosa y con ese mismo ímpetu desaparece, solo dejando a su paso las huellas de su presencia en el pavimento.

Hace años, una gran poeta lagunera, gomezpalatina, para ser más exactos, Adela Ayala dijo en uno de sus poemas: «Vencimos al desierto». Tiene razón, lo vencimos porque lo amamos y nos rendimos ante él de la misma manera que él se rinde ante nosotros, nos entrega sus caricias empolvadas y nosotros le entregamos nuestro esfuerzo. La gente del norte de México sabe lo que es amar la tierra seca, tanto que la exprimimos y nos da vida. Aridoamérica, la llaman, una tierra que amamanta gente enérgica y a la vez generosa, a la que digo siempre con orgullo, le entregué mi primer aliento.

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