Alma Gemela

Alma Gemela

César, como siempre, pasaba el tiempo peinando su cabello y mirándose al espejo; sin embargo, nunca estaba satisfecho con el resultado. Sentado en la silla final del salón, esperaba fastidiado la siguiente clase.

Los chicos a su alrededor no le prestaban mucha atención a su presencia; conversaban y reían de manera ruidosa. ¡Demasiado ruidosa!

Comenzó a mover sus pies de forma repetitiva. Cinco minutos. Habían transcurrido cinco minutos desde la última vez que observó el reloj. ¿Por qué el tiempo pasaba tan lento?

—¿Podrían guardar silencio? Su ruido es molesto.

—No estás haciendo nada, excepto peinarte. No es necesario el silencio—indicó una chica con enfado—. Concéntrate en tu cabello y déjanos vivir. 

—Sí. No eres importante para callarnos, ira mi puño cerrado, si no nos dejas en paz…—refunfuñó un muchacho.

¿Ira? Se dice mira; además si es un puño, es obvio que está cerrado. —César frunció la frente al corregirlo—. No te dirijas a mí si no sabes cómo expresar tus ideas de una manera correcta. 

Los muchachos optaron por ignorarlo y continuaron su plática.

Era suficiente para él soportar su presencia en clase, como para tener que continuar escuchando sus ideas pueriles, así que se colocó los audífonos, y murmuró una frase de su ídolo: «Prefiero ser odiado por quien soy que amado por quien no soy».

César continuó peinando su cabello, mientras pensaba: «La gente se vuelve más y más estúpida conforme pasa el tiempo. Es mejor estar solo que con personas sin cerebro». 

Abrió su mochila, buscando su computadora portátil. Uno de sus libros se salió de la bolsa, intentó recogerlo, pero otra mano lo hizo primero. Se quitó los audífonos para ver el rostro.

—Así habló Zaratustra, me encanta este libro.

Su voz era fina, sin ser molesta.

—¿De verdad? Interesante. ¿Eres nueva aquí? Nunca te había visto.

—¿Y tú? ¿Eres nuevo también? ¿O alguien te ha usado? —Su linda carcajada surgió ante su expresión de asombro al escucharla. —Estoy bromeando, tonto. Mamá decidió mudarse a esta ciudad, así que lo demás es obvio. 

Ella tomó sus audífonos 

—¡Genial!, Nirvana, ¿eh? Vaya parece que somos almas gemelas, muchacho, Cobain es en definitiva mi ídolo.

Ella era bella, pero no era lo más importante, leía a Nietzsche y escuchaba a Cobain. ¿Estaba soñando?

—¿Cuánto tiempo has estado en la ciudad?

—¿Es el tiempo tan importante?

—¿No domina todo? Días, horas, eras. Han sido segundos desde que te conocí.

—¿Segundos? ¿Cuántos? ¿Puedes decírmelo?—preguntó, más por diversión que esperando una respuesta.

—Definitivamente. He vivido 6200 días, 148, 800 horas, 8, 928, 000 minutos y más menos 535, 680,000 segundos; has estado en ella solo 49 segundos, pero puedo predecir que la cambiarás.

—¡Hombre! ¡Vaya que eres extraño! Me gusta. 

Movió su cabello mientras sonreía provocando que César deseara olerlo aún más cerca. No era guapo de ninguna manera, pero ella lo miraba a los ojos, y compartían ideas. La había estado esperando.

—Hola. Estoy aquí—ella llamó a Samuel, quien estaba fuera del salón—. Estamos saliendo, ¿Sabes quién es? Lo conocí hace dos semanas. El primer día que llegué aquí. Amor a primera vista, tú sabes.

¿Samuel? ¿Samuel Romero? Claro que lo conocía. Bastante. El típico muchacho guapo del que todas se enamoran. Con un cabello genial en su cabeza, pero nada dentro de ella.

Era demasiado bueno para ser real. Ella era otra chica típica inmadura que caía a sus pies.

—Lo conozco, por supuesto. Escucha, tengo que irme. Me gustó conocerte. 

Dos minutos. Solo dos minutos para soñar.

Del libro Inmutable transformación

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