
Entré al lugar de la misma manera que cuando era niña, a través del acceso secreto que solo Mili y yo conocíamos. Antes me divertía, ahora la oposición a mi presencia me obligó a utilizar la táctica de antaño.
Caminé despacio hasta el mostrador para evitar que algún ruido me delatara; lo abrí y tomé la primera muestra del producto. Me pareció insípido y reseco. Después, probé la segunda que se suponía era una empanada salada, pero me resultó empalagosa, además. el relleno de carne tenía demasiadas especias; un contraste nada agradable. La tercera degustación fue la crema pastelera, que escupí al instante de ponerla en mi boca. El sabor agrio me indicó el poco cuidado que le dieron a su manejo.
Me sentí impotente ante la deficiente administración actual y, el temor de que el negocio que Mili cuido con tanto amor se perdiera.
No era cuestión de dinero. Era amor y respeto por su oficio, el cual supo transmitirme. Pensé que mi hermano lo apreciaba también, aunque los hechos me indicaran que no tenía la menor estimación por la pastelería. De mi hermana, Fara, nunca tuve dudas, éste, le significaba lo mismo que cualquier otro establecimiento de esta calle.
¿Por qué me dejaste fuera, Mili? Nunca podré entender tu decisión de heredar solo a Fausto y a Fara. Olvidaste mi devoción por este trabajo, y te olvidaste de la pequeña Gregoria. No le diste la oportunidad de conocer y amar el oficio.
Tiré la crema y comencé a preparar una nueva. No importaba que no fuera mío, no permitiría que se perdiera una vida de esfuerzo.
No podría desaparecer las empanadas sin que notaran lo que sucedió. No importaba. Sabía que pronto ya no las iban a preparar o tendrían que mejorar el sabor, al darse cuenta de que la gente buscaba otros productos más agradables.
Quedó perfecto. Verifiqué muy bien que las puertas de los refrigeradores se cerraran de forma hermética para que nada alterara ninguno de los productos.
Salí de la misma manera que entré; recorrí de nuevo el pasaje hasta la propiedad que me heredó. Un lugar magnífico y de un precio parecido, o quizás mayor; sin embargo, para mí el valor del negocio era más importante que otra cosa.
—¿Dónde andabas, linda? —me preguntó Kelia al entrar a la cocina. Me saludó con un beso—. Pensé que habías salido.
—¿Hace mucho que llegaste?
—Como quince minutos. Te busqué por todos lados. ¿Andabas por aquí?
—En el patio, revisando las plantas.
—Te busqué también ahí.
—Entré a la recámara. Supongo que en ese momento te encontrabas acá. No veo el misterio.
—No te molestes; me pareció extraño, después de mi tenaz
búsqueda.
—Supongo que nos movíamos sin coincidir. No es como que hubiera un escondite por ahí. —Sonreí intentando ocultar mi nerviosismo que al parecer ella tradujo en enojo—. Hagamos la cena, ya casi es hora de que Fausto llegue con Goyi de casa de Dafne. Quiero prepararle sus galletas preferidas.
Gregoria era hija del tío Marcial, hermano de mamá. Como corresponsal en un periódico y se pasaba la vida viajando por el mundo a la caza de las noticias. La abuela y él volvieron de un viaje largo. Él llegó con una la pequeña en brazos. Aún no empezaba a caminar. La dejó en casa y se fue al país que le fue asignado. No volvió hasta meses después; la niña ya estaba adaptada a su nuevo hogar.
Entonces yo era una joven tímida, con pocos amigos, por lo que la llegada de la invasora no me molestó. En cambio, para mis hermanos, Fausto de diecinueve, rodeado de amistades y Fara, que necesitaba espejos para admirar su belleza, lidiar con una niña tan pequeña fue una ofensa a su vida cómoda. Sin embargo, los ojos color miel de esa traviesa poco a poco se ganaron el cariño de todos, de tal manera, que nueve años después, no podríamos imaginar vivir sin ella merodeando en nuestro entorno.
—Kelia, ¿por qué crees que les heredó la pastelería a ellos? Pudimos haberla compartido, incluso con Goyi, ella también debería ser parte de ese legado. No lo comprendo. Me duele esa decisión.
Mezclé las claras con las almendras y las avellanas molidas en una danza giratoria de mis manos, como si envolviera mis sensaciones en esta. Luego el azúcar que raspó mis dedos de forma agradable. Fui dejando caer el licor de grosella con lentitud. Aspiré profundo. Su olor refinado por lo regular me relaja, aunque ni tres botellas me hubieran aliviado.
—No lo sé. Ella estaba consciente de que amabas trabajar ahí. Siempre la consideré una mujer prudente, no creo que haya tomado la decisión a la ligera.
Apaleé la masa con más fuerza de la necesaria. Tres nuevos golpes; ni hacerlo toda la noche hubiera calmado mi frustración.
—Ya ni siquiera debo acercarme.
—De eso tampoco puedes culparlos. —«Tampoco». Hasta Kelia pensaba que mi enojo era hacia ellos—. Tomaste la silla y golpeaste la vitrina; no fue una buena idea.
—Estaba furiosa.
—Ya sé, de cualquier forma, romper la vidriera y lastimar a Fausto no se justifica.
—Fue un accidente. Se lo expliqué.
—Lo hiciste, pero ¿te disculpaste?
Suspiré. No lo había hecho. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué decir? No me molestaba que fueran los dueños. Ni me habría enfadado si hubiéramos compartido el manejo. Mi mente entendía que no era su culpa, aunque mi corazón continuaba sintiendo recelo por quedar fuera.
Formé las galletas, las espolvoreé con el azúcar glas y las metí en el horno.
—¿Me necesitas, linda? —Tocó mi brazo con suavidad mientras sonreía—. Debo enviar unos mensajes.
—Anda. Ve. Las delicias están listas para hornear durante quince minutos.
¿Qué hubiera hecho sin la claridad y calma de Kelia? Era como la voz de mi conciencia que me detenía de hacer locuras. Bueno, casi siempre.
Cerré los ojos, embriagada por el aroma del licor, evaporado, que dejó en el aire la dulzura de las grosellas.
Minutos después, escuché la risa diáfana de Goyi, y sus pasos acercándose a la cocina. Al entrar suspiró profundo para olfatear las galletas que eran sus preferidas.
—¡Galletas! ¿De grosellas y almendras? ¿Ya están listas? —indagó la niña con el brillo de la felicidad instalado en la mirada—. Quiero muchas.
—Solo un par de minutos; debemos dejarlas enfriar. Sube a darte un baño. Prometo que, al regresar, las tendrás en tu plato, listas para que las devores junto con un vaso de leche.
Salió corriendo, dispuesta a apresurar los segundos que la separaban de ese plato tentador. La tela del vestido se movía al vaivén de la cola del cabello.
—¿Estás mejor?
—Nada que un par de puntadas no pudiera arreglar. Una buena cicatriz que quizás se transforme en un tatuaje.
Solo debía decirlo. «Lo siento». La frase se atoraba en mi boca. Me punzaba haberlo herido, aun así, me resultaba imposible pronunciar esas dos palabras. Recordé lo dicho por Kelia. «Con esa actitud, puedes perder más que la empresa». En realidad, no era mi deseo alejarme de mis hermanos. Me sentía confundida y demasiado vulnerable. No obstante, era seguro que amaba a Fausto y a Fara; ellos no eran culpables de esa decisión.
Giré mi cuerpo hacia el horno donde las galletas parecían orgullosas de haber sido creadas. Saqué la bandeja y la acomodé sobre la estufa; la estufa de Mili, la cocina de Mili, la casa de Mili.
Un mes antes de su partida, me entregó las escrituras de la propiedad. La casa principal estaba a mi nombre y los departamentos le pertenecían a cada uno de mis hermanos.
Fausto entró a la cocina silencioso, puso las manos al ras del fregadero y se recargó en él mientras me dirigía una de sus miradas insondables. No lo había visto desde el accidente con los vidrios. Aún usaba la venda en el antebrazo. No tenía idea de cómo disculparme.
— Mili yo…
—¿Acaso crees que el destino de esta casa es que habite mi fantasma? No pueden rechazarlo. Es un hecho.
—El tío o mis hermanos… quizás estén inconformes.
—La propiedad era mía, soy la única que puedo decidir sobre ella. Cada uno recibirá lo que le corresponde. El hogar de Marcial es el mundo; ahí es feliz. Ni una palabra más, esta será tu casa. Solo no deseo que los demás lo sepan aún. Promete que no les dirás nada hasta que mi testamento se abra.
—No hables de eso.
—Callar no lo va a borrar. No me queda mucha vida. Al contrario, creo que si fuera valiente, sería el punto de hablar o revelar lo que deba saberse.
—No conozco a nadie más valiente que tú. —Negó agitando la cabeza.
—No olvides nuestro secreto. Solo tú y yo sabemos de la puerta escondida —me indicó al oído.
La extraño tanto. La amaba y estoy segura de que ella también a mí. Debía aceptar sus decisiones. Tal vez en el futuro me fuera posible entender lo que la llevó a dejar las cosas de la manera que lo hizo. Giré de nuevo hacia mi hermano y decidí disculparme por la forma en que reaccioné.
—Fausto…yo…
—No digas nada. Es tan reciente.
—Comprendo que fue decisión de ella y que ustedes…
—Prefiero no hablar. Deja que pase el tiempo. Ha sido abrumador. ¿Me explico? No quiero pensar en eso. Su muerte me afectó demasiado como para tener discusiones por la herencia.
—¿Crees que a mí no?
—No digo eso. Aunque desde que conocimos su voluntad, no hablas de otra cosa que la pastelería. Ella era más que eso. Era más que un lugar.
Cerré mis manos con fuerza; no tanta como la que necesité para no abrir la boca y gritar lo que me carcomía por dentro. Un segundo estuve a punto de pedirle que me disculpara; y al siguiente lamentaba no haber roto todas las vitrinas del lugar.
—Tienes razón. No es momento de hablar de esto. Es mejor que te vayas.
Volteé hacia las galletas y las fui acomodando en un plato, mientras escuchaba que sus pasos se alejaban.
Él no lo entendía. Mili era mucho más que un lugar. Pero ese lugar sí era ella.

—¿Qué te sucedió? —preguntó Fabiana al verme con la rodilla izquierda doblada, dando brinquitos para avanzar al interior de la casa principal, y la ropa manchada de sangre y lodo —. ¿Estás herido?
Corrió hacia mí y acomodó mi brazo en la cintura, de manera que pudiera apoyarme en ella. Me ayudó a llegar al sillón. Se quedó parada, mirándome con una mezcla de preocupación, enojo, y asombro. Guardó silencio unos segundos, dándome espacio para organizar mis ideas.
—¿Qué te pasó?
—Julio me retó.
—¿Julio? Él es tu amigo, ¿no?
No respondí. A los siete años no tenía idea de lo que era la amistad. ¿Era Julio un amigo con sus burlas al caerme y llorar? «Eres una niña». ¿Por qué llorar tiene que ver con ser hombre o mujer? ¿No sentimos todos dolor como seres humanos? ¿Era Julio un verdadero aliado si me incitaba a demostrar que no me acobardaba, cuando en realidad, me sentía aterrado?
—¿Qué sucedió?
—Me dijo que saltara el tajo. Lo hice; al aterrizar al otro lado la bici cayó sobre mí. Me duele mucho la pierna.
—¿Y cómo llegaste hasta aquí?
—Me senté en la barra de la bici mientras Julio pedaleaba.
«Te ves ridículo sentado como niña». Las burlas se repetían en mi mente.
—Ven —me indicó mi Fab—. Debes bañarte. Pondré una silla de plástico bajo la regadera. Llamaré a mamá o a papá para que te lleven al hospital.
—No. No les digas. Me van a regañar.
—Tengo que decirles. Tienen que revisar tu pierna.
—Entonces dile a la abuela. Ella lo va a resolver.
—Está bien, si necesitas ayuda para vestirte me echas un grito. Luego que estés cambiado iré a decirle.
—Ella siempre soluciona las cosas.
No sé la razón para recordar ese incidente, Fabiana de trece, y la abuela con todos los años encima, ayudándome a mentir y a resolver el problema con mis padres, que jamás se enteraron cómo me rompí la pierna. No fue la primera, ni la última ocasión que ellas lo harían. A veces juntas, otras de manera individual, fueron mis cómplices durante mi infancia y adolescencia.
Fab siempre ha sido la fuerte de la familia. La que decide, la que domina. Sin embargo, esta vez, abue nos dio la batuta a Fara y a mí. Lo que me atemoriza y me fascina.
Me quedé parado en el jardín. La propiedad estaba dividida entre la casa principal y los departamentos laterales. En teoría, el de la izquierda era de mi madre, y el de la derecha, del tío Marcial. En realidad, la dueña de todo era abue. Después de la muerte de mis padres, nos fuimos a vivir con ella.
Tres años atrás, decidí volver al departamento. Aún estaba lleno de los fantasmas de la memoria, pero con la edad, había aprendido a guardarme los miedos y las dudas. Esos fantasmas ya eran una parte de mí mismo. Después de todo, es lo que un hombre se supone debe hacer: callar, ocultar flaquezas y disfrazarse de la fuerza que exige su condición, a cambio de las promesas de superioridad y dominio.
Entré al departamento y me senté en el sillón, cansado. No de una forma física. Las últimas semanas habían sido difíciles de digerir. La muerte de abue que, aunque advertida por la doctora Martínez, no dejaba de doler.
Después, la vorágine de reclamos y dramas ante la sorpresa de sus decisiones. No creo que nadie de los involucrados hubiera imaginado sus deseos.
La oficina del notario era amplia. A pesar de la distancia entre mis hermanas y yo, me sentía sofocado, No deseaba escuchar la voluntad de la abuela, como si lo único que quedara de ella fueran las cosas materiales. Los días anteriores, fantaseé con tomar una maleta y alejarme; igual que siempre, no lo hice.
—De acuerdo con los deseos de la ciudadana Camila Valles Jiménez, la casa familiar ha sido distribuida de la siguiente manera —indicó el licenciado Ferrer—: La casa principal pasa a ser propiedad de Fabiana Alvarado Casavantes; el departamento número uno queda a nombre de Fausto Alvarado Casavantes y el departamento número dos a nombre de Fara Alvarado Casavantes. Señorita Fabiana, ¿trajiste las escrituras?
—Sí. Aquí las tengo. —Se levantó y le dio a cada uno el documento correspondiente. —La mía, si desean verla. —Negué con un gesto. Seguramente todo estaba en regla.
—No entiendo —interrumpió Fara —. ¿Qué sucederá con el tío Marcial y Gregoria?
—En el ámbito legal, puedo informar que la señora Valles dejó un fideicomiso a favor de la menor Gregoria Casavantes Salas, que será entregado a la niña al cumplir los dieciocho años. Como albacea se ha nombrado a su padre, Marcial Casavantes Valles. —Ferrer buscó entre las carpetas sobre el escritorio, en seguida nos mostró un documento, debidamente legalizado, donde el tío nombró a Fabiana como representante en la lectura del testamento—. La señorita Fabiana, con el poder que se le ha otorgado, puede firmar la aceptación de esa labor, además de la cuenta de banco donde se depositó una cantidad que le fue otorgada.
Sonreí. Fabi quedaría a cargo, como albacea de facto, de la misma manera que cuidó las escrituras para entregarlas justo en ese instante. Era seguro que supo que tío Marcial declinaría venir a escuchar su decisión y que mi hermana lo resolvería.
—Así mismo, a cada uno de sus nietos y a su hijo Marcial les ha heredado una cantidad equitativa del dinero, del cual pueden disponer de inmediato. Esta queda estipulada en los documentos. Cada uno debe ir al banco correspondiente a validar la firma. Nos dio las hojas que no me interesó leer.
—Con respecto a la pastelería y panadería Lory’s continuó el abogado—, se ha declarado a Fausto y a Fara Alvarado Casavantes como los dueños absolutos.
—¡Qué! ¿Y yo? —la voz chillona de Fabi retumbó sobre mi piel causándome un estremecimiento.
—La construcción y el terreno del local se vuelve propiedad compartida entre los tres. No así el nombre, que está legalmente registrado, el mobiliario, el dominio de las recetas exclusivas que han sido el sello del negocio desde sus inicios. Todo eso pertenece a Fausto y Fara Alvarado. —Continuó el abogado—. Ellos deberán pagarle a la señorita Fabiana la parte proporcional a la renta. Por supuesto, la cantidad ha quedado estipulada. Sin embargo, ella no podrá trabajar en la pastelería. La señorita Fara y el señor Fausto Alvarado no tienen facultad de vender o ceder los derechos en un plazo de un año. De no cumplirse las condiciones determinadas, el comercio será liquidado en totalidad, incluyendo el inmueble. En ese caso, los herederos recibirían el valor de los activos.
Fabiana se levantó mientras examinaba los papeles como si estos pudieran responder sus dudas. Fara me miró sorprendida, mientras negaba con la cabeza. Quería salir huyendo. Me sentí más asfixiado que minutos atrás. ¿Por qué? Era la pregunta que no cesaba en mi cerebro. ¿Dónde firmo para renunciar?
Fabiana giró el picaporte tan despacio que casi perdió el equilibrio. La mano izquierda se aferró al marco de la puerta, lo que separó la madera un poco. En ese espacio descubrió una llave.
Era vieja, de color cobre, tenía forma de tres círculos enlazados semejando un trébol, que estaba pegado a un tubo delgado, en cuyo final, sobresalía un borde con dos pequeñas líneas paralelas unidas por una horizontal.
Se sentó en el banco frente al peinador. Contempló la llave en la mano durante unos minutos, intentaba descifrar si encontrarla fue una mera casualidad o alguien la escondió como guardiana de algún secreto. La colocó en el bolsillo trasero de los vaqueros.
No había entrado desde su muerte. Necesitaba un tiempo antes de ser capaz de guardar sus cosas. La cama aún estaba sin tender, testigo de esa última mañana.
Camila se despertó sonriendo. Caminó a la cocina de prisa como solía hacerlo, aun con la enfermedad. Se acercó y se apoyó sobre la barra, suspiró profundo, entonces se desvaneció. Fabiana alcanzó a observar la escena desde la sala. Corrió hacia ella. Realizó compresiones en el pecho mientras solicitaba ayuda; no hubo mucho por hacer. Su corazón se detuvo.
Kelia llamó al hospital, a sus hermanos, al doctor; la ambulancia llegaría pronto. Fabiana continuaba sentada en el suelo acariciando el brazo de la mujer, la mirada fija en el rostro, diciéndole adiós.
Ahora enfrentaba la realidad de haberla perdido. Apartó la sábana del edredón que luego tumbó al suelo. Había un libro, el separador en la página ciento cuarenta y seis de doscientos diecinueve. «Aún te faltaba mucho, no debiste irte aún». Arrojó el libro sobre la ropa de cama tirada en el suelo.
Su vestimenta continuaba sobre el buró, doblada con delicadeza. La acercó al rostro, aún olía a ella. La abrazó con fuerza, en seguida la arrojó junto al bulto de la ropa.
Abrió el cajón para tomar un nuevo juego de sábanas que ajustó con rapidez. Después otro edredón. Imaginó que hacerlo borraría el recuerdo; sin embargo, la inquietud se debía a algo más que a una cama desarreglada.
Cuando el árbol canta. Leyó el título del libro mientras recordaba una de muchas veces que Mili lo mencionó como su preferido. La recopilación de ideas y sentimientos de un niño encerrados entre las palabras hermosas, duras, difíciles e incomprensibles de la historia.
—Habla de quebranto, la pérdida de la inocencia de un pequeño que nunca podrá ver el mundo como un sitio amigable —le explicó la abuela.
—¿Por qué te gusta? Me parece tétrico.
—No, solo es real. La muerte es obscena, pero a veces la vida lo es más.
Tomó el libro de nuevo y revisó la página… ciento cuarenta y seis. Leyó las palabras subrayadas:
«No hay muerte que sea noble. Dormida con una sonrisa en sus labios, como si estuviera de acuerdo: La muerte es obscena, toda muerte es obscena».
Una frase leída y releída. Tantas veces, incluso minutos antes de morir.
Se sentó en la cama, tapó su rostro y respiró profundo para evitar las lágrimas que luchaban por salir.
Sintió una mano rozar su cabello; giró sobresaltada.
—¡Kelia! —gritó al tiempo que colocaba las manos en el pecho—. Por un segundo pensé…
—Ya no está, pero yo sí, siempre a tu lado. Recargó la cabeza en la cintura de Kelia que parada junto a la cama continuó acariciando su pelo mientras lloraba en silencio.
—¿Qué haría sin ti?
La mañana siguiente, Fabi se despertó más tarde que de costumbre. Kelia le indicó que llevaría a la niña al colegio. Analizaba sus siguientes planes. Primero conseguir un empleo. Siempre trabajó con Mili; no tenía idea de cómo hacer algo diferente.
Se levantó con inercia. Revisó el cuarto de baño. En seguida se dirigió a la cocina con lentitud, siguiendo la esencia del café que esperaba por ella.
Incorporó en un recipiente una taza de harina integral y la fécula de maíz, seguida de la nuez, las almendras, la avena molida, y un poco de cocoa. Mezcló con lentitud antes de añadir tres cucharadas de aceite de coco.
El agua que contenía las pasas, el coco y la canela a punto de hervir impregnó la cocina con el aroma de Mili. Casi pudo sentir su presencia. Las gorditas de azúcar que le preparaba desde niña siempre la alegraban.
Quitó el líquido de la lumbre y lo vertió sobre la mezcla mientras con movimientos envolventes fusionaba la masa. Luego colocó el comal en el fuego.
Formó los testales con uniformidad, aplanó las gorditas con el rodillo y las alineó sobre el comal.
—Forma perfecta, Mili, redondas, no tan pequeñas, justo como me enseñaste.
Escuchó el timbre. Bajó la llama y fue a ver quién era.
Sintió la tensión en la mandíbula al ver a Fara del otro lado de la puerta. Le indicó que pasara con un movimiento, antes de cruzar los brazos.
Fabiana siempre admiró la forma como su hermana movía la larga cabellera hacia un lado o al otro, lo que dejaba una fragancia de hierba y flores en el ambiente. Sus ojos pardos y piel trigueña combinaban a la perfección con el castaño rojizo del pelo. Contrario a las pupilas cafés y su cabello rizado y oscuro. El mismo tono de piel, diferentes combinaciones. Los rasgos eran similares pero la figura esbelta y el rostro delgado de Fara le daban un toque de elegancia.
Se miraron por varios segundos sin que ninguna dijera nada.
—La panadería me importa un comino —vociferó mientras giraba la cabellera hacia el lado derecho.

Creen que volví a la ciudad porque la abuela Cami enfermó. Por supuesto que fue una de las razones principales, pero la decisión de regresar ya estaba en mi mente, la enfermedad solo lo aceleró.
Era una chiquilla cuando mis padres murieron. Al hablar de ellos, cerraba los párpados en un intento por asirme a alguna imagen o algún sonido que me los recordara. No sucedió. Para mí ellos eran seres creados con pedazos de descripciones.
Juntaba los ojos grandes que según Fabi heredamos de mamá, con el rostro regordete que la abuela describía. Luego le agregaba la voz dulce de los recuerdos de Fausto. Al final resultaba una mezcla de imágenes que nada decían.
La abuela Cami es la única madre que recuerdo y su casa es el único sitio en el que tenía certeza de haber vivido. Mi primer recuerdo es un pay de queso y membrillo que devoraba escondida en la alacena con la esperanza de que no me encontraran.
El sabor ácido del membrillo crudo en ese postre se transformaba en un exquisito y dulce manjar; una invitación a no desperdiciar una sola migaja.
Recuerdo los zapatos de la abuela que golpeteaban el piso. A continuación, su rostro sonriendo ante mi travesura.
—Los pays son para la venta. ¿De qué manera pagarás su precio?
—No tengo dinero.
—Bueno, pues entonces, toma esto. —Me dio un pedazo de tela. —Te toca limpiar la vitrina de la derecha, esa será tu obligación diaria. Después podrás tomar el pay que te apetezca, uno nomás.
La última ocasión que limpié esa vitrina tenía doce años. Graciela Avendaño entró, seguida por Diana Silveira y Leonor Arteaga.
Limpiaba las vitrinas sin notar su presencia. Al girar mi rostro vi a Graciela con las manos en la cintura, la sonrisilla ridícula y una ceja levantada, Diana y Leonor sonreían también con los brazos cruzados unos pasos detrás de ella.
—Venimos por los pasteles que ordenó mi mamá. ¿Es que tú nos los darás o eres solo la muchacha de la limpieza?
Aventé el trapo sobre la vitrina para encarar a Graciela. En el colegio, siempre nos molestábamos una a la otra, no era nuevo. Que viniera a hacerlo en mi propia casa, eso superaba los límites.
—Yo les entregaré el pastel. —indicó Fab con una gran sonrisa—. Fara, ¿podrías ir con Mili? Al parecer necesita ayuda.
Sostuve la mirada de Graciela durante unos segundos más, sin que ella dejara de sonreír. Salí de prisa a buscar a la abuela Cami que estaba en la recámara, sentada frente al tocador, haciendo algunos diseños para los postres.
—No volveré a la panadería —le anuncié con la mirada hacia el suelo y los dedos entrelazados.
Puso la pluma sobre el cuaderno y giró para mirarme.
—De acuerdo, pero vas a extrañar los pastelillos y el dinero que ganabas.
—He decidido dejar ese tipo de carbohidratos y tengo suficientes ahorros. No son muchas las cosas que requiero. En realidad, tú solventas mis necesidades.
Se levantó y se acercó hacia mí.
—¿Estás segura?
—Sí.
Me abrazó y acarició mi espalda. Me recargué en su hombro, aliviada al sentir que no estaba molesta conmigo.
—No olvides que puedes volver si lo necesitas.
—No soy como Fab, no me gusta cocinar o decorar panes, o como Fausto que le encanta estar en la caja contando el dinero.
—¿Y qué te agrada hacer? —me dijo al terminar el abrazo para ver mi rostro.
—No lo sé.
—Ojalá pronto lo descubras.
—Lo que sí sé es que espero irme de esta ciudad. Quiero viajar.
—Entiendo. Hay mucha gente que disfruta viajar. Es una forma interesante de escapar de la realidad.
—O de encontrarse a sí mismos.
—En ese caso, deberían empezar por definir en qué momento se perdieron.
Unos años después preparaba mis maletas para irme a estudiar a la capital. Fabiana me ayudó a encontrar un departamento para vivir, cerca de la universidad. Fausto estaba a punto de recibirse como administrador de empresas; mi hermana era ya toda una chef. Yo me decidí por el diseño gráfico, más por inercia que por sentir una vocación real.
Recuerdo el último almuerzo que compartimos antes de que me fuera. Mi hermana se levantó temprano para cocinar algo adecuado. Horneó los paninis y los rellenó de pollo y queso acompañados de una ensalada de repollo con nueces y miel de maple.
Disfruté cada mordida de ese manjar. Supe que pasaría mucho antes de volver a probar alguna delicia que ella preparara. Siendo adolescente, decidí que la comida no iba a definir mi vida; sin embargo, no podía evitar que los olores y los sabores me despertaron recuerdos.
—¿Volverás al terminar tus estudios?
—No lo creo —le respondí tajante.
Se levantó y fue al refrigerador para sacar una tarta de zarzamora.
—Sabes que intento no comer azúcares.
—Lo sé. Anda, tu peso es ideal, una rebanadita al menos. Agrega unos minutos a tus ejercicios diarios.
Sonreí. No perdía la esperanza de seducirme con postres como lo lograba con sus conocidos.
—Sabes cuánto te amo. Desde niña tú has sido para mí un bastión al que podía acudir si estaba perdida, y eso, va a continuar donde sea que estemos las dos. Más allá de espacios o tiempos.
—Eres mi pequeña—me respondió—, y me niego a creer que te irás. Aún con lo diferente que somos, nos une nuestra sangre, pero sobre todo el amor que se forjó a través de los años. Esas pláticas por las noches de cama a cama, esas discusiones que al final terminan en perdones y buenos deseos, ese sostener las manos en nuestras tristezas. Reconocernos una en la otra.
Puso la rebanada en mi mano.
—Pues creo que te amaría si te viera caminando por la calle y fueras lejana a mi familia.
Coloqué la rebanada sobre la mesa, sin intención de probarla. Me levanté y la abracé con fuerza. Ambas supimos que se cerraba un ciclo y que al volvernos a ver, seríamos dos personas distintas. La oportunidad de hacerlo llegó, pero las prisas, la enfermedad, nuestro dolor y el testamento no nos habían permitido reencontrarnos aún.
Ella luchando contra su frustración y yo, enganchada a lo que creí haber dejado atrás, me sentía de nuevo como la chiquilla a la que Graciela cuestionaba. ¿Quién era yo? ¿Un títere en esa panadería?
El olor a quemado la hizo volver a la realidad después de un largo momento en el que intentó organizar sus pensamientos.
—Vamos a la cocina. Tengo prendida la estufa.
Fabiana corrió, en un intento inútil por evitar que su trabajo se arruinara. Arrugó la boca y tiró la tortilla estropeada.
—Quedó incomible, de todos modos, ya tenía varias hechas y hay masa para preparar más.
—No lo puedo creer. Las gorditas de Cami.
No pudo evitar sentirse como la niña emocionada ante las recetas que la abuela preparaba. Le complacía mirar sus manos mientras les daba forma. Las recordó al girar en direcciones contrarias, al amasar los testales, avanzando y retrocediendo el rodillo, para enseguida tomar la tortilla y ponerla sobre el comal, tal una caricia de aliento.
—¿Recuerdas la etapa en la que dibujaba manos?
—Por supuesto. —Fabiana se tocó la frente al recordar—. Los dibujos están guardados en el clóset. Mili los consideraba un tributo.
—Lo eran. Me alegra saber que lo entendió así, aunque nunca se lo dije.
—Siéntate, el café está listo. ¿Prefieres dulce de leche, condensada, mermelada o así solas comerás las gorditas?
—Creo que será una de cada una. Hace mucho que no he probado algo tan delicioso.
—Si mal no recuerdo, un día optaste por no comerlas más.
—Fue una resolución basada en opiniones venenosas.
—Conforme se va madurando, aprendemos a separar la crítica que edifica de la que intenta destruir.
—Sí, tienes razón.
Sirvió las tazas de café, colocó los platos y los rellenos, mientras, guardaron silencio cada una absorta en los recuerdos.
Fara examinó todo. Vivió ahí muchos años. Conocía detalle a detalle cada rincón, aun así, se sintió ajena. Sin duda era terreno de su hermana.
Revivió imágenes de Fabi años atrás, acercándose a ella, que era una adolescente confundida, sentada en el piso, recargada en la pared del pasillo.
—¿Por qué lloras?
— Espero irme de aquí. Lo haré tan pronto pueda.
—Si eso es lo que deseas, será bueno, aunque si lo que pretendes es huir, sería un error, primero tienes que resolver tus problemas internos.
—Tú no lo entiendes, eres perfecta, encajas. Te sientes libre.
Fabiana se sentó en el piso a su lado, mientras tomaba su mano.
—¿Qué te aprisiona?
—¡No lo sé! —gritó.
—A dónde vayas encontrarás muchas Gracielas. También llevarás tus conflictos. —indicó su hermana con voz queda.
—No se trata de ella —respondió con calma.
—¿No?
Se levantó de forma brusca, se frotó el rostro y caminó a la recámara. No quería hablar de ello. Solo deseaba desaparecer.
Intentó recordar la fricción que tuvo con Graciela; no pudo. Entonces lo consideró fundamental como para querer huir, y ahora ni siquiera podía recrearla. Graciela ya no importaba; sin embargo, se convirtió en un todo que determinó muchas de sus decisiones.
—Al irme de esta casa, pensé que no volvería. Quiero decir, no para quedarme —le indicó a su hermana al retornar a esa mesa de bienvenida.
—Mili estaba segura de que lo harías.
—Son deliciosas, más de lo que recordaba.
Fabi esbozó una sonrisa. Dio un sorbo al café y parpadeó al suspirar. En verdad, ella hubiera estado feliz de escucharla.
—Nos amaba mucho. A cada uno de manera distinta.
—Tal vez el último intento por amarrarme haya sido esa cláusula que no permite vender, ni ceder mi parte.
Fabi negó con la cabeza mientras masticaba un bocado.
—Ella no era de atar a las personas; siempre me sentí contenta a su lado.
—Ni en mis más locas ideas te imaginé alejada de la panadería. De haber sido tú, créeme que hubiera roto más de una vitrina.
—En cuanto a eso yo…
—No necesitas disculparte. Te conozco. Lo malo fue la lesión de Fausto, que por fortuna no pasó a mayores.
—No estoy molesta con ustedes, ni siquiera con Mili. Solo me gustaría entender sus razones.
—Bueno, al regresar le conté un detalle de mi vida, que pienso que pudo tener algún efecto en ella. —Giró la cabellera a un lado.
Ambas sintieron la prisa de sus latidos. Fara jugueteó con la cuchara y el café mientras su hermana la miraba impaciente.
—Anda, mujer. Dilo, que me tienes en ascuas.
Suspiró con lentitud. Dejó la cuchara sobre la barra. Al instante giró el cabello al lado contrario.
—Estoy embarazada.








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