Noviembre es mi mes preferido. El calor se ha ido por completo, pero el frío aún no comienza. Este año la naturaleza ha sido generosa, lejos quedaron los temblores que hace dos años, en 1787, causaron gran temor a los habitantes de la ciudad de México.
Camino despacio observando la gente a mi alrededor, hombres solos y alguna que otra pareja, que no me parecen de muy buena reputación. Hace mucho rato que pasó el sereno anunciando las once horas, por lo que intuyo que falta poco para que vuelva a pasar señalando la media noche.
Faltan algunas cuadras para llegar a mi destino. Mi corazón late muy fuerte, el pensamiento de regresar no me abandona. Cubro mi rostro con la caperuza. Sería terrible ser reconocida. Es probable que la gente al verme pasar me imagine una meretriz. Por fortuna, hasta ahora, no he tenido que afrontar un equívoco de esa naturaleza.
Tres golpes rápidos y fuertes, dos lentos y quedos. Escucho el movimiento de sus pasos, viene a la puerta, abre de forma rápida y me muestra su sorpresa al verme llegar. Me doy cuenta de que no me esperaba, solo viste su camisa que se ha soltado parcialmente de su pantalón. Las botas desabrochadas y mal puestas indican la rapidez al colocarlas.
—¡Doña Cayetana! ¡Ha venido! —Cambia el asombro por una sonrisa.
—¿No fue lo que en sus palabras veladas sugirió? ¿Acaso es un desaguisado estar aquí?
—No es un error, en definitiva, fueron mis palabras, pero ni por un momento osé imaginar que me concediera esa ilusión.
—¿Sería posible me permitiera el paso, Gregorio?, no deseo ser vista.
—Perdone mi torpeza, por favor. Aún no sé si estoy soñando.
Entro temerosa, y a la vez segura de mis pasos. Me quito la capucha, mientras observo el lugar. Es pequeño, con apenas unas sillas y una mesa vieja. Del lado derecho se ven dos puertas de madera raída por el tiempo. Me acerco a la ventana para acomodar las cortinas de manera que ningún fisgón se acerque, los burdos remiendos de la tela no escapan a mi toque. No puedo evitar acariciar mi ropa, la textura contrasta en mi piel, a pesar de que es un vestido de uso diario, con mangas cortas y crinolina sencilla.
Nos miramos largo rato sin decir nada. Observo los rasgos varoniles en su rostro, demuestra fuerza y a la vez dulzura. Es joven, menor que yo. Desvío la mirada ante el recuerdo del hombre colérico y entrado en años que dejé durmiendo en casa, no evito la comparación. ¿Quince años de vida entregados a un ser repugnante podrán compensarse en este día? ¿Qué diría mi padre si me viera aquí?
—Tenía quince años cuando mi padre decidió mi vida.
—¿Y no es así siempre para las personas de su clase?
—¿No lo es para ustedes?
Suelta una risilla y sus ojos muestran tres líneas encantadoras.
—Nuestra vida es distinta. Pero no estamos aquí para hablar de ataduras y destinos. Por el contrario, si usted ha venido, es porque está dispuesta a romperlos. Rompa cada eslabón de sus cadenas, cada designio que alguien más le impuso. —Levanta su brazo ofreciéndome su mano. La contemplo un instante, luego la tomo.
Sentir la caricia de sus dedos en mi palma me hace temer, es una sensación tan placentera que me asusta.
—No tenga miedo, Cayetana. —Indica, como si hubiera adivinado mis pensamientos.
—Es todo tan extraño para mí. No estoy segura a donde puede llevarnos esto.
—Hasta donde queramos, Cayetana. Yo soy un esclavo a su servicio. Lo que usted quiera de mí, lo tendrá. —Se acerca tomando mis brazos con sus manos, y mi corazón, al mirarme de fijo—. Mi más grande ilusión ha sido verla aquí a mi lado. Lo que suceda después, depende de usted.
Nunca había estado tan cerca, puedo ver los diferentes tonos del café de sus ojos, y absorber el aroma a jabón de su cuerpo. Tampoco había sentido esta urgencia de continuar sintiendo unas manos en mi piel. No obstante, me alejo.
—No estoy segura.
—¿Qué espera, Cayetana? ¿Qué la ayudará a decidirse?
—No lo sé. Tal vez alguna señal del cielo que me indique que es lo que debo hacer.
Él suspira, besa mi mano, tal vez despidiéndome. De repente comienza el bullicio de gente que corre asustada, a través de la ventana advertimos un brillo en el cielo, corremos hacia esta, levantamos las cortinas y observamos fuego en el horizonte, como si las afueras de la ciudad estuvieran ardiendo, segundos después distinguimos un resplandor blanco de gran luminosidad, las nubes semejan olas apresuradas por el viento.
Gregorio me abraza en todo momento. Gracias a eso me sostengo ante el fenómeno del cual estamos siendo testigos. En seguida, aparece una luz verde junto a otra de un tono azulado, parecen torbellinos que bailan alrededor de la luna, de nuevo las nubes semejando olas, pero esta vez sus tintes no son blancos, sino azules verdes y rojizos. Dejan de ser un torbellino para convertirse en rayos circulares de diferentes colores, prevalece el verde sobre los demás. Los matices disminuyen como comidos por el horizonte, al final la oscuridad total vuelve.
Cerramos las cortinas y caminamos al centro de la habitación. Nos miramos a los ojos, esta vez no dudo. Gregorio se acerca y me besa y en mi mente comienza de nuevo el desfile de luces de colores de ese 14 de noviembre de 1789, que nunca olvidaremos.
*El 14 de noviembre de 1789 se observó una luz extraña en la ciudad de México. Según los relatos la gente corrió asustada, imaginando el fin del mundo. Los científicos indicaron que el fenómeno fue una aurora boreal, algo extraño, aunque no único en estas latitudes









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